Me sorprendió gratamente el Cabo de Gata. Quizás porque
esperaba una tierra tan triste como yerma, unas playas más que normales…, con
su común arena y su ondulante agua.
¡Cierto! ¿Quién no ha
oído hablar del Cabo de Gata? ¿Cómo puedo no haber llevado unas mínimas
expectativas? No lo sé. Pero allí me planté, a ver a mis primos y a su familia.
Y lo cierto es que las primeras sensaciones, las primeras impresiones…,
estuvieron a la altura de mis expectativas. ¿He escrito altura? Quise decir
bajura.
Un mar de plástico. Entre kilómetros de seco y casi improductivo terreno aparecen grandes extensiones de plásticos, también llamados invernaderos. Y a la llamada del trabajo; precario, por lo mal pagado, que genera ese tipo de cultivo, mucho emigrante. Malviviendo en ocasiones en muy malas condiciones, se pelean por un techo, y a veces hasta ocupan y destrozan sin necesidad, hogares de personas que al llegar en agosto a disfrutar de un merecido descanso, se encuentran con un panorama desolador en sus casas. Lo curioso, sorprendente y …, no sé si quizás también avergonzante de tanto invernadero, es que es una de las pocas construcciones del hombre que se pueden ver desde el espacio, especialmente los de El Ejido.
Pero como he contado, me sorprendió gratamente. Quería
conocer sus playas, y me cautivaron, quería contemplar sus puestas de sol, y me
hechizaron. Bañarte en sus aguas, es sumergirte en un documental de fondos
marinos, sorprende la cantidad de flora y fauna que abunda tan cerca de la
orilla. El agua, fresca que no fría, te acoge como el mejor anfitrión. Sin
moverte mucho, puedes elegir entre playas de arena o de piedra, y en función
del capricho del viento, en las playas de levante puedes encontrarte un mar
crispado, molesto, revoltoso, mientras que en el mismo momento, en las playas
de poniente, el mediterráneo te recibe convertido en una balsa de aceite,
tranquilo, calmado, relajado.